Tempranito nomás me preparé la ropa. Championes con aire, de ésos que te
hacen rebotar, shorcito con tajo al costado, musculosa de marca y el número
puesto con nodrizas en el pecho: 1717. Vincha finita, muñequera verde limón,
reloj con cronómetro y lentes de sol aerodinámicos atados con cadenita. Me fui
hasta el espejo más grande de casa. Casi no me conocí, porque llegué caminando
ya vestido. A veces me visto de a poco, parado frente al espejo, pero esta vez
aparecí de golpe y me impresioné. Pensé que era otra persona. Así, tan
deportivo.
A los saltitos llegué hasta la plaza de Punta del
Este. Sentí que miles de ojos me seguían desde las veredas, desde los balcones
y desde las vidrieras. Como no tenía mucha experiencia en esto de correr,
decidí hacer lo mismo que hacían los demás. “Vamos a calentar”, le dijo un
chico a su chica y yo los seguí. Bastante los seguí, dos cuadras los seguí, a
las dos cuadras sentí que me empezaba a faltar el aire y me dolía el costado,
acá, como una puntada a esta altura.
Una musculosa (una mujer musculosa) agarrada de una
columna levantaba su pierna derecha hacia atrás y desde el tobillo hacía fuerza
para arriba. Yo hice lo mismo y la musculosa (la mujer musculosa) me indicó que
lo hacía bastante bien, pero que tenía que usar mi propia pierna. Me saqué la
musculosa del pantalón (la camiseta musculosa) y me fui. Al girar la cabeza
alcancé a ver a un tipo que trataba de voltear una pared con sus dos brazos, le
pregunté si precisaba ayuda. Se rió y no me contestó. Esto está lleno de locos.
Me fui acercando a la largada. Me miré en una vidriera de reojo y realmente me
estremecí. Poco músculo y mucha panza, pero una pinta de corredor que ni te
cuento. Por mirarme en el vidrio me comí una columna, pero disimulé haciendo
como que estiraba. Algunos no se dieron cuenta. Se me hinchó la frente
enseguida. Me puse adelante de todos, con los negros. En diez segundos entre
tres grandotes me sacaron y me dejaron justo frente a un mostrador donde daban
agua. Mi tío, que una vez corrió la San Fernando, me había dicho que lo más
importante es la hidratación. “¿La qué?”, le pregunté. “La hidratación”, me
contestó. “Tenés que tomar bastante agua”. Yo me llevé un bolso tipo chismosa
de mi madre y lo llené con botellitas y vasos que me dieron en el mostrador. El
bolso pesaba y noté que empezaban a mirarme como con envidia. En realidad lo
que más me pesaba era una caramañola de tres litros que me dio mi tío. Tenía
jugo de ciruelas hervidas, con guaco, cedrón y una cucharada de sal. “Es como
el Gatorade, pero casero”, me dijo el tío, “vas a ver cómo corrés”.
Cuando avisaron que largaban traté de correr, pero
apenas si me podía mover. Yo había llevado un plastiducto que me dio el tío
como parte del plan: debía pegarle a los negros apenas quedaran a mi alcance.
Cuando dieron la orden de partida, los keniatas picaron y dejaron una especie
de estela azul atrás de ellos. Fracasó la primera parte del plan.
Eché manos al Plan B (menos ambicioso): ganarle a Alexander De los Santos.
Caminé casi tres cuadras y los championes enseguidita nomás me empezaron a
fallutear, sentí que uno de ellos se comía una media. Cuando giré por la calle
veinte la emoción me hizo lagrimear. La emoción y el champión que terminó de
chuparse la media y ahora me llagaba el pié. El bolso estaba pesado, pero por
lo menos me aseguraba agua para los últimos kilómetros, cuando los demás se
murieran de sed. Oí que me saludaban desde las veredas, pero en el Lido ya no
podía ver a más de dos metros de mis ojos. En la Parada Uno llevaba
veintisiete minutos de carrera y escuché que los keniatas ya habían llegado.
¡Qué lástima! Yo me tenía fe. Quién sabe cómo habrán hecho con el agua. Ahí fue
que me gritaron algo del bolso, así que decidí empezar a tomar un poco para
bajar el peso. Una gorda, pero gorda gorda, que no despegaba casi los pies del
suelo, aprovechó para pasarme. Me pidió agua. Le dije que me quedaba poca.
Frente al Conrad paré porque estaban casi todos los
semáforos en rojo. La media del pie izquierdo también desapareció de mi tobillo
y el calzoncillo me paspaba la entrepierna sin pausa y sin prisa. Necesitaba
orinar. El dolor del costado y la
hinchazón de vejiga hicieron causa común. Miré hacia delante y noté que
era el último de los que corrían. Miré para atrás y vi que era el primero de
los que caminaban. Decidí empezar a caminar. ¡Quedé primero de los que
caminaban! Así de fácil. Cuando me cansaba de ser el mejor de los caminantes
trotaba un poco y quedaba último de los que corrían. Cuando la autoestima se me
desinflaba empezaba a caminar, y otra vez era el mejor de los que ya no podían
correr.
Paré en la farmacia de la Parada diez a comprar
alguna crema para la paspadura pero saqué el número dieciséis e iban en el
tres. Como no tenía tiempo para esperar a que encontraran lo que pedí, me puse
un Siempre-Libre con anti-inflamatorio en el golpe de la frente, y en la
entrepierna me pusieron unos algodones pegados con cinta adhesiva. Por suerte
me quedaban más de ocho litros de agua y la caramañola del tío. ¡Bah! “Por suerte”
es un decir. En la parada doce había otro puesto de hidratación, y me sobró
toda el agua que llevaba en el bolso. La tiré y repuse con agua nueva
Pasé al Plan C: ganarle a Américo Rodríguez (algo
es algo). Escuché que había llegado la primera dama. ¡No puedo creeer! ¡¿Hasta
María Auxiliadora me ganó?! Paré en los semáforos de la Parada dieciséis y alcancé
a ver a mi tío que me decía algo de la caramañola. La pomada en la entrepierna
no daba resultado, sentía un calor rojizo que llegaba desde allí. Tenía que
encontrar un lugar donde orinar, pero estaba lleno de gente que me saludaba. En
la parada dieciocho me encontré con los keniatas que volvían caminando,
vestidos, bañados, peinados, los habían premiado, habían terminado la
conferencia de prensa, fueron hasta el hotel, cenaron, chatearon con sus
familiares en Nairobi, escucharon por la tele un discurso de Fidel y por radio
uno de Chávez, y uno de Lezcano en persona. En la Parada veintitrés no
aguanté más y resolví evacuar parte del agua que había consumido. Me apoyé como
disimulando contra un murito y entre los algodones y el costadito del short
deportivo me las ingenié para descargar, con tanta mala suerte que lo hice
sobre el zapato derecho del oficial de guardia de la seccional de Las Delicias.
Una señora y sus hijitos le pidieron al policía que me dejara seguir. ¡Para qué
diablos se habrán metido! Por culpa de ellos tuve que subir el repecho de la Parada veinticuatro y las
medias ahora se amontonaban en las puntas de los pies, lo que me obligaba a
correr con los dedos arrollados. Me pregunté una vez más para qué me había
cargado otra vez con agua en el bolso, si ahí nomás, frente a lo de Tejera
había otro puesto de agua. Me di cuenta de que no iba primero porque la mayoría
ya estaba volviendo para sus casas.
Bajé al Plan D: ganarle a Gorzy. Me vino un ligero
mareo. Era lo único ligero que me podía venir. Me le prendí a la caramañola del
tío para agarrar fuerza en el repecho de Roosevelt. Recordé sus palabras: “Vas
a ver cómo corrés”. Los retorcijones se escucharon desde el Campus. El baño del
Mautone estaba limpito. Estaba.
Pasé al Plan E: ganarle al Colorado de Igual a
Igual. Al pasar frente a la comisaría tuve que empezar a correr con las piernas
abiertas porque casi me salía humo de la entrepierna. Al doblar por Rincón
agarré el bolso con las dos manos y lo empecé a llevar como quien lleva un
bebé. Por la calle Florida los championes me los tuve que poner como
chancletas, lo que me obligaba a correr con las piernas abiertas y arrastrando
los pies. Frente a la plaza (justo donde había más gente) el Siempre-Libre de
la frente se me empezó a desarmar, el algodón con la pomada marrón colgaba
desde mis zonas íntimas, los lentes se me atravesaron en la cara y no
tenía manos para arreglarlos. Se ve que andaba algún payaso o algo así, porque
escuchaba risas pero no podía ver nada. Pensé que podía ser el primer uruguayo
o el primer blanco en llegar, pero claro yo muy blanco que se diga no soy.
Doblé en Antel y comencé a escuchar los aplausos de la gente. No gané, es
cierto, pero aprendí muchas cosas para la próxima.
Apenas me den el alta empiezo a entrenar como la
gente, y que se cuiden los keniatas, los Zamora, Rogelio Fernández y Carlitos
Etcheverry. Aunque me parece que estas carreras están arregladas, si no me tendría
que haber ido mejor.
Extraido de “Marcianitis Crónica” Marciano Duran